Por suerte o por desgracia nací mediada la década de los sesenta en Andalucía, la de los pueblos blancos, sin charanga ni pandereta, dedicados por entero a la agricultura y la ganadería.
Me crié en el mismo pueblo en el que nací y en el que aún sigo. Mi familia subsistía únicamente con lo que el campo proporcionaba. Como la mía, muchas otras tenían como único sustento lo que a duras penas ellos mismos producían, vendiendo el excedente y con ese beneficio procurándose lo que ellos no podían producir.
Nunca pasé hambre, ni necesidades extremas o básicas, aunque tampoco podíamos permitirnos lujo alguno. Ropa de diario, dos mudas, y la de los domingos, un par de botas remendadas y unos zapatos de deporte de lona azul. Juguetes los justos de reyes a reyes; era época de más imaginación, menos tecnología y ningún derroche.
En la zona y época en que me tocó nacer, además de los grandes terratenientes también había minifundios trabajados y administrados directamente por sus propietarios (familias al completo), como era mi caso. La tierra estaba repartida, por llamarlo de alguna manera, al cincuenta por ciento, es decir la mitad la tenían dos o tres y la otra mitad el resto de la población (reparto equitativo). Los pequeños propietarios vivían casi enteramente de ella, pero algunos tenían que compaginar sus pequeñas explotaciones con trabajos complementarios que garantizaran el sustento de su familia, todos ellos con jornadas laborales de sol a sol. (A eso hay quien lo llama vagancia).
Imagino que la forma en la que los hijos del pueblo nos criamos, debió de ser muy distinta a la del típico señorito andaluz.
Hace un par de días, el 11 de diciembre, el "señor" Cayetano Martínez de Irujo, criticó duramente la forma de vida del pueblo andaluz.
Este "señor", por el cual no siento el más mínimo respeto, y mucho menos ahora, no es la persona más adecuada para poner en entredicho la voluntad de las gentes que le han llevado a donde está. Puesto que si la inmensa fortuna que lograron amasar sus antepasados, de diversas formas fraudulentas y de dudosa honorabilidad, se sigue manteniendo, es gracias a que él y su familia siguen aprovechándose y explotando a los jornaleros del campo, a los braceros.
¿Cómo se atreve a decir que los andaluces somos unos vagos? ¿Que la juventud no piensa en su futuro?
Él, una persona que no ha trabajado en su vida, que nunca ha sabido lo que es pasar una necesidad, que quizá sí tuviese la necesidad afectiva del amor materno, de una familia unida en las adversidades de la vida cotidiana y no en la de no saber que traje ponerse para cada ocasión. Pero claro su familia siempre ha debido de estar más preocupada en engordar su ya obesa fortuna que en la educación de sus hijos.
¿Se acordará Cayetano de la chacha que le crió? ¿De quién le daba de comer y cambiaba los pañales? Pues seguro que como todas las criadas y niñeras de la época en Andalucía, sería hija, esposa y madre de jornaleros. De esas personas que según él no han prosperado porque no tenían aspiraciones... y no porque su familia y tantas otras como ella les han tenido y siguen teniendo bajo su yugo.
No quiero extenderme demasiado, porque podría caer tan bajo como él, hablando de quienes no han hecho nada en la vida, porque antes de nacer ya se lo encontraron todo hecho. No me gusta hablar de tantos como él, que han lapidado enormes fortunas heredadas de sus antepasados y que por su ineptitud no han sabido conservar. Esa sí es la España, que no sólo Andalucía, de charanga y pandereta.
Me indigna enormemente que personajillos que no serían nada ni nadie sin sus padres, se crean poseedores de la gran verdad. Cuando en lo único que ha sido capaz de destacar, aparte de por ser hijo de quién es, ha sido por sus amoríos y porque en otro tiempo fue jinete olímpico, ocupando el lugar, por su nombre, de alguien que hubiese representado a su país con mucha más dignidad.
Para acabar me pregunto: ¿Qué puede saber de la verdadera vida un hijo de la gran... cuna?
JJ Guerra. 13 de diciembre de 2011.
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